jueves, 31 de octubre de 2019

"AC/DC" Intento de homenaje a Andrés Caicedo. Cuento publicado en la revista 3 de Lexikalia, de la Escuela de Estudios Literarios de la Universidad del Valle


AC/DC



“(…) había un solo túnel,
oscuro  y solitario: el mío”

Ernesto Sábato



Estoy en un cuarto que se encoge, un cuarto minimalista de superficies lisas y esquinas redondeadas, un cuarto sin afiches de salsa arrebatada o rock setentero. Estoy sobre una pared embaldosada de sobres blancos y dos palabras amarillas: ‘‘Para Antonio’’. Tengo estanterías reventadas por el cine de horror, fotografías envanecidas de personas que no conozco. Hay celdas vacías para cuentos tan exactos de Poe o Lovecraft y borradores de Vargas Llosa o Cortázar. Hay cajas con devedés triturados por el peor cine contemporáneo de vampiros y asesinos en serie. Sólo un casete sobrevive, de cinta ancha, gruesa y virgen. Hasta ayer, había una ventana aquí o allí o allá; ahora las paredes golpean fuerte sin dejar moretones. Siento un dolor, en alguna parte, por donde sea que camino.

— ¿Aló?
— Aló, por favor me pasa a Antonio —habla una mujer.
— Él está muerto —asiento mi puño con fuerza.

Espero a Patricia. Tengo que contarle que anoche la sombra de un ladrón con pelo largo y gafas de marco negro entró a mi cuarto como un lobo y tomó mis zapatos italianos y mi cinturón de cuero; ahora camino descalzo con los pantalones a dos manos. Patricia, si supieras de aquella vez que te esperé mientras contemplaba la estatua de mi apellido y recorrí todos los parques y plazas del centro buscando una que se pareciera a mí, pero todas eran imprecisas, sin contenido, sin forma; todas simbolizaban la libertad y se veían tan solas, con tanto espacio a su alrededor, rodeadas de ellas mismas, con tanta soledad para ser libres. Espero a Patricia. Confluencia de vacíos.

Me insistieron que no me fuera, pero esa es mi única verdad: irme; persisto en mi convicción del acto de abandono. Pude ocultarme detrás de los lomos por un tiempo  y cuando ya no pude más pasé a esconderme detrás del lomo de Patricia; ahora estoy sobre el respaldo de una silla donde la espero. Estoy al dorso de los treinta. Me recuesto sobre mi espinazo. Siento escozor, pero mi mano no alcanza. No quiero terminar en un asilo con la próstata en la garganta y tener que pujar para que me salgan las palabras. Los muertos nunca envejecen, lo dicen los espejos.

Espero a Patricia. Camino por las calles libres que no alcanzan para todos. Camino bajo los árboles de mango que no dan la misma sombra. Pasa un bus con nombre de túnel. Me encuentro con alguien más joven que yo; sin miedo me saluda y me aprieta la mano.

Quiubo vé, qué has hecho.
— Esperando a Patricia —le respondo.

La ciudad tiene las dimensiones de mi cuarto. Nada es raro. El hombre me mira sin vergüenza, con libertad, con juventud. No sé qué decirle. Adopto esa forma dura de los poetas del parque y sigo caminando. Las esquinas tienen esa forma curva que me gusta, donde no se adivina el cambio de dirección, si ya estás en una calle o en otra, donde no se referencia un comienzo y un fin. El joven tampoco dice nada. Tiene esa expresión de quien ha pasado en silencio desde el 77, de quien ya ha dicho todo y solo atina a esconder su silencio tras el lomo de sus gruesos lentes, su larga cabellera y su rictus de oreja a oreja. La caminata se alarga hasta la noche. La estrella de la loma titila; mi acompañante la observa con nostalgia. La luz sigue viajando. Mi amigo (si lo es) se despide. Apenas caigo en cuenta: no me fijé en su sombra. Le hago otro nudo a la cinta negra que amarra mis pantalones. Todavía camino solo.

Me marcho con mis malas letras. Dejo el árbol que nació antes que yo. Dejo mis hijos de papel recortados con navaja. Dejo mis malos amigos con sus buenos recuerdos. Les dejo mi risa con la que me burlé de ustedes y de todos sus sueños. Los dejo con su dinero y con su monotonía que nunca terminará de rodar. ¿Cuánto hay que pagar para tocar las puertas del cielo?

El ruido de un teléfono me despierta. Debo continuar la vigilia. Debo esperar a Patricia. La sombra del ladrón regresó, me dejó aquí sus gafas de marco negro y su cabello; a cambio se cargó mis libros de arquitectura, mis planos, mis reglas y mis cartas sin remisión. Ojalá llegue Ella. Aquí las cosas parecen mejorar: las seis paredes de mi cuarto no duelen ni aprisionan tanto. De vez en cuando se abre una ventanita donde pasan sombras. Hace poco frío y la luz está por todas partes. A veces me visita un enorme caracol africano, pero la verdad no es lo que me asusta, lo que me preocupa son los días sin que Ella venga. Aún no me acostumbro a las sopas rancias que sirven aquí y que parecen preparadas con cuero italiano. La ventanita se abre y todo se llena de oscuridad. Un par de ojos me observan y lloran lágrimas negras como si el río Cali se le desbordara por dentro. De inmediato reconozco que no es Patricia.

— Antonio, regresá, por favor —dice una voz de megáfono.
— ¿Antonio? ¿Antonio? — pregunto, como si lo único que quedara de mí fuera pueblo. Me levanto, me lanzo contra ese rostro de Virgen de la Merced y grito: ‘‘¡Que me llamo Andrés! ¡Andrés!’’.

La ventanita me devuelve de un golpe, se revienta la cinta de mi cintura y abajo los pantalones.

La vida pasa deprisa en las ventanas, tan deprisa que nadie o nada se detiene a esperarte. Pasan rápido tres cruces, pasa un crucificado al viento, pasa un valle, pasa un río mitológico, pasa Patricia. Nadie recuerda el verdadero sabor de los mangos, ni la feria del árbol centenario; el cine y la memoria vienen con fecha de caducidad. La única ventana que se detiene a verte quieto es la realidad de los espejos. Y yo me largo como el Café de Los Turcos

— ¿Lo vas a hacer entonces? —pregunta Patricia y yo sonrío—. Es casi un kilómetro de sombras antes que entren los vehículos —yo vuelvo a sonreír.

El silencio de Patricia todavía me acompaña. Ojalá recuerde mi risa. Oscurece y me enfrento a una boca de cuatro carriles. Adentro encuentro la luz.











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