AC/DC
“(…) había
un solo túnel,
oscuro y solitario: el mío”
Ernesto
Sábato
Estoy en un cuarto que se encoge, un
cuarto minimalista de superficies lisas y esquinas redondeadas, un cuarto sin
afiches de salsa arrebatada o rock setentero. Estoy sobre una pared embaldosada
de sobres blancos y dos palabras amarillas: ‘‘Para Antonio’’. Tengo estanterías
reventadas por el cine de horror, fotografías envanecidas de personas que no
conozco. Hay celdas vacías para cuentos tan exactos de Poe o Lovecraft y
borradores de Vargas Llosa o Cortázar. Hay cajas con devedés triturados por el
peor cine contemporáneo de vampiros y asesinos en serie. Sólo un casete
sobrevive, de cinta ancha, gruesa y virgen. Hasta ayer, había una ventana aquí
o allí o allá; ahora las paredes golpean fuerte sin dejar moretones. Siento un
dolor, en alguna parte, por donde sea que camino.
— ¿Aló?
— Aló, por favor me pasa a Antonio —habla
una mujer.
— Él está muerto —asiento mi puño con
fuerza.
Espero a Patricia. Tengo que contarle
que anoche la sombra de un ladrón con pelo largo y gafas de marco negro entró a
mi cuarto como un lobo y tomó mis zapatos italianos y mi cinturón de cuero; ahora
camino descalzo con los pantalones a dos manos. Patricia, si supieras de
aquella vez que te esperé mientras contemplaba la estatua de mi apellido y
recorrí todos los parques y plazas del centro buscando una que se pareciera a
mí, pero todas eran imprecisas, sin contenido, sin forma; todas simbolizaban la
libertad y se veían tan solas, con tanto espacio a su alrededor, rodeadas de
ellas mismas, con tanta soledad para ser libres. Espero a Patricia. Confluencia
de vacíos.
Me
insistieron que no me fuera, pero esa es mi única verdad: irme; persisto en mi
convicción del acto de abandono. Pude ocultarme detrás de los lomos por un
tiempo y cuando ya no pude más pasé a
esconderme detrás del lomo de Patricia; ahora estoy sobre el respaldo de una
silla donde la espero. Estoy al dorso de los treinta. Me recuesto sobre mi
espinazo. Siento escozor, pero mi mano no alcanza. No quiero terminar en un
asilo con la próstata en la garganta y tener que pujar para que me salgan las
palabras. Los muertos nunca envejecen, lo dicen los espejos.
Espero a Patricia. Camino por las
calles libres que no alcanzan para todos. Camino bajo los árboles de mango que
no dan la misma sombra. Pasa un bus con nombre de túnel. Me encuentro con
alguien más joven que yo; sin miedo me saluda y me aprieta la mano.
— Quiubo
vé, qué has hecho.
— Esperando a Patricia —le respondo.
La ciudad tiene las dimensiones de mi
cuarto. Nada es raro. El hombre me mira sin vergüenza, con libertad, con juventud.
No sé qué decirle. Adopto esa forma dura de los poetas del parque y sigo
caminando. Las esquinas tienen esa forma curva que me gusta, donde no se
adivina el cambio de dirección, si ya estás en una calle o en otra, donde no se
referencia un comienzo y un fin. El joven tampoco dice nada. Tiene esa
expresión de quien ha pasado en silencio desde el 77, de quien ya ha dicho todo
y solo atina a esconder su silencio tras el lomo de sus gruesos lentes, su
larga cabellera y su rictus de oreja a oreja. La caminata se alarga hasta la
noche. La estrella de la loma titila; mi acompañante la observa con nostalgia.
La luz sigue viajando. Mi amigo (si lo es) se despide. Apenas caigo en cuenta:
no me fijé en su sombra. Le hago otro nudo a la cinta negra que amarra mis
pantalones. Todavía camino solo.
Me
marcho con mis malas letras. Dejo el árbol que nació antes que yo. Dejo mis
hijos de papel recortados con navaja. Dejo mis malos amigos con sus buenos
recuerdos. Les dejo mi risa con la que me burlé de ustedes y de todos sus
sueños. Los dejo con su dinero y con su monotonía que nunca terminará de rodar.
¿Cuánto hay que pagar para tocar las puertas del cielo?
El ruido de un teléfono me despierta.
Debo continuar la vigilia. Debo esperar a Patricia. La sombra del ladrón
regresó, me dejó aquí sus gafas de marco negro y su cabello; a cambio se cargó
mis libros de arquitectura, mis planos, mis reglas y mis cartas sin remisión. Ojalá
llegue Ella. Aquí las cosas parecen mejorar: las seis paredes de mi cuarto no
duelen ni aprisionan tanto. De vez en cuando se abre una ventanita donde pasan
sombras. Hace poco frío y la luz está por todas partes. A veces me visita un
enorme caracol africano, pero la verdad no es lo que me asusta, lo que me
preocupa son los días sin que Ella venga. Aún no me acostumbro a las sopas
rancias que sirven aquí y que parecen preparadas con cuero italiano. La
ventanita se abre y todo se llena de oscuridad. Un par de ojos me observan y lloran
lágrimas negras como si el río Cali se le desbordara por dentro. De inmediato
reconozco que no es Patricia.
— Antonio, regresá, por favor —dice una voz de megáfono.
— ¿Antonio? ¿Antonio? — pregunto, como
si lo único que quedara de mí fuera pueblo. Me levanto, me lanzo contra ese
rostro de Virgen de la Merced y grito: ‘‘¡Que me llamo Andrés! ¡Andrés!’’.
La ventanita me devuelve de un golpe,
se revienta la cinta de mi cintura y abajo los pantalones.
La
vida pasa deprisa en las ventanas, tan deprisa que nadie o nada se detiene a
esperarte. Pasan rápido tres cruces, pasa un crucificado al viento, pasa un
valle, pasa un río mitológico, pasa Patricia. Nadie recuerda el verdadero sabor
de los mangos, ni la feria del árbol centenario; el cine y la memoria vienen
con fecha de caducidad. La única ventana que se detiene a verte quieto es la
realidad de los espejos. Y yo me largo como el Café de Los Turcos
— ¿Lo vas a hacer entonces? —pregunta
Patricia y yo sonrío—. Es casi un kilómetro de sombras antes que entren los
vehículos —yo vuelvo a sonreír.
El silencio de Patricia todavía me
acompaña. Ojalá recuerde mi risa. Oscurece y me enfrento a una boca de cuatro
carriles. Adentro encuentro la luz.
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