jueves, 31 de octubre de 2019

"AC/DC" Intento de homenaje a Andrés Caicedo. Cuento publicado en la revista 3 de Lexikalia, de la Escuela de Estudios Literarios de la Universidad del Valle


AC/DC



“(…) había un solo túnel,
oscuro  y solitario: el mío”

Ernesto Sábato



Estoy en un cuarto que se encoge, un cuarto minimalista de superficies lisas y esquinas redondeadas, un cuarto sin afiches de salsa arrebatada o rock setentero. Estoy sobre una pared embaldosada de sobres blancos y dos palabras amarillas: ‘‘Para Antonio’’. Tengo estanterías reventadas por el cine de horror, fotografías envanecidas de personas que no conozco. Hay celdas vacías para cuentos tan exactos de Poe o Lovecraft y borradores de Vargas Llosa o Cortázar. Hay cajas con devedés triturados por el peor cine contemporáneo de vampiros y asesinos en serie. Sólo un casete sobrevive, de cinta ancha, gruesa y virgen. Hasta ayer, había una ventana aquí o allí o allá; ahora las paredes golpean fuerte sin dejar moretones. Siento un dolor, en alguna parte, por donde sea que camino.

— ¿Aló?
— Aló, por favor me pasa a Antonio —habla una mujer.
— Él está muerto —asiento mi puño con fuerza.

Espero a Patricia. Tengo que contarle que anoche la sombra de un ladrón con pelo largo y gafas de marco negro entró a mi cuarto como un lobo y tomó mis zapatos italianos y mi cinturón de cuero; ahora camino descalzo con los pantalones a dos manos. Patricia, si supieras de aquella vez que te esperé mientras contemplaba la estatua de mi apellido y recorrí todos los parques y plazas del centro buscando una que se pareciera a mí, pero todas eran imprecisas, sin contenido, sin forma; todas simbolizaban la libertad y se veían tan solas, con tanto espacio a su alrededor, rodeadas de ellas mismas, con tanta soledad para ser libres. Espero a Patricia. Confluencia de vacíos.

Me insistieron que no me fuera, pero esa es mi única verdad: irme; persisto en mi convicción del acto de abandono. Pude ocultarme detrás de los lomos por un tiempo  y cuando ya no pude más pasé a esconderme detrás del lomo de Patricia; ahora estoy sobre el respaldo de una silla donde la espero. Estoy al dorso de los treinta. Me recuesto sobre mi espinazo. Siento escozor, pero mi mano no alcanza. No quiero terminar en un asilo con la próstata en la garganta y tener que pujar para que me salgan las palabras. Los muertos nunca envejecen, lo dicen los espejos.

Espero a Patricia. Camino por las calles libres que no alcanzan para todos. Camino bajo los árboles de mango que no dan la misma sombra. Pasa un bus con nombre de túnel. Me encuentro con alguien más joven que yo; sin miedo me saluda y me aprieta la mano.

Quiubo vé, qué has hecho.
— Esperando a Patricia —le respondo.

La ciudad tiene las dimensiones de mi cuarto. Nada es raro. El hombre me mira sin vergüenza, con libertad, con juventud. No sé qué decirle. Adopto esa forma dura de los poetas del parque y sigo caminando. Las esquinas tienen esa forma curva que me gusta, donde no se adivina el cambio de dirección, si ya estás en una calle o en otra, donde no se referencia un comienzo y un fin. El joven tampoco dice nada. Tiene esa expresión de quien ha pasado en silencio desde el 77, de quien ya ha dicho todo y solo atina a esconder su silencio tras el lomo de sus gruesos lentes, su larga cabellera y su rictus de oreja a oreja. La caminata se alarga hasta la noche. La estrella de la loma titila; mi acompañante la observa con nostalgia. La luz sigue viajando. Mi amigo (si lo es) se despide. Apenas caigo en cuenta: no me fijé en su sombra. Le hago otro nudo a la cinta negra que amarra mis pantalones. Todavía camino solo.

Me marcho con mis malas letras. Dejo el árbol que nació antes que yo. Dejo mis hijos de papel recortados con navaja. Dejo mis malos amigos con sus buenos recuerdos. Les dejo mi risa con la que me burlé de ustedes y de todos sus sueños. Los dejo con su dinero y con su monotonía que nunca terminará de rodar. ¿Cuánto hay que pagar para tocar las puertas del cielo?

El ruido de un teléfono me despierta. Debo continuar la vigilia. Debo esperar a Patricia. La sombra del ladrón regresó, me dejó aquí sus gafas de marco negro y su cabello; a cambio se cargó mis libros de arquitectura, mis planos, mis reglas y mis cartas sin remisión. Ojalá llegue Ella. Aquí las cosas parecen mejorar: las seis paredes de mi cuarto no duelen ni aprisionan tanto. De vez en cuando se abre una ventanita donde pasan sombras. Hace poco frío y la luz está por todas partes. A veces me visita un enorme caracol africano, pero la verdad no es lo que me asusta, lo que me preocupa son los días sin que Ella venga. Aún no me acostumbro a las sopas rancias que sirven aquí y que parecen preparadas con cuero italiano. La ventanita se abre y todo se llena de oscuridad. Un par de ojos me observan y lloran lágrimas negras como si el río Cali se le desbordara por dentro. De inmediato reconozco que no es Patricia.

— Antonio, regresá, por favor —dice una voz de megáfono.
— ¿Antonio? ¿Antonio? — pregunto, como si lo único que quedara de mí fuera pueblo. Me levanto, me lanzo contra ese rostro de Virgen de la Merced y grito: ‘‘¡Que me llamo Andrés! ¡Andrés!’’.

La ventanita me devuelve de un golpe, se revienta la cinta de mi cintura y abajo los pantalones.

La vida pasa deprisa en las ventanas, tan deprisa que nadie o nada se detiene a esperarte. Pasan rápido tres cruces, pasa un crucificado al viento, pasa un valle, pasa un río mitológico, pasa Patricia. Nadie recuerda el verdadero sabor de los mangos, ni la feria del árbol centenario; el cine y la memoria vienen con fecha de caducidad. La única ventana que se detiene a verte quieto es la realidad de los espejos. Y yo me largo como el Café de Los Turcos

— ¿Lo vas a hacer entonces? —pregunta Patricia y yo sonrío—. Es casi un kilómetro de sombras antes que entren los vehículos —yo vuelvo a sonreír.

El silencio de Patricia todavía me acompaña. Ojalá recuerde mi risa. Oscurece y me enfrento a una boca de cuatro carriles. Adentro encuentro la luz.











martes, 29 de octubre de 2019

Cuento publicado en la revista Lexikalia número 7, de la Escuela de Estudios Literarios de la Universidad del Valle



 Bruno
Por Saúl Antonio Munévar

Si Bruno estaba durmiendo del lado de mi cama yo debía ir a dormir al sofá de la sala. Igual pasaba si pretendía usar el comedor y Bruno estaba ocupando mi asiento, debía quedarme con el plato en la mano comiendo de pie mientras veía a Paola alimentar de su propio servido al animal. Igual pasaba cuando estábamos teniendo sexo, el gato entraba, se paraba sobre la baranda de la cama a observarnos con su único ojo. Paola detenía el ritmo, lo tomaba y lo ponía entre nosotros. Mi espalda sudada quedaba llena de pelos y yo debía ir a buscar solito un clímax  al baño. Cuando salía de la bañera y tomaba mi toalla para secarme me daba cuenta que la toalla también estaba llena de pelos. Cada vez que veía eso imaginaba que tomaba al felino, lo envolvía en la toalla y lo metía a la lavadora. Pero un gemido prolongado me regresaba a la realidad y en la habitación encontraba a Paola satisfecha. ¿Por qué no me avisaste para terminar juntos?, le reclamaba, pero ella respondía con una cara de complacencia mientras le acariciaba los bigotes al maldito felis interruptus, «como te fuiste a bañar pensé que no querías más». Yo lo mato, pensaba.
Desde hace dos años vivimos juntos, el mismo tiempo que lleva Bruno con nosotros. Cuando lo encontramos ya no era un cachorro. Paola cumplía dieciocho y ese día tendríamos sexo por primera vez, yo tenía 19 y llevaba casi un año esperando, habíamos prometido que ese día fumaríamos marihuana y nos emborracharíamos, porque su padre, el viejo veterinario, no podría demandarme. Estábamos a punto de irnos del parque cuando escuchamos los fuertes maullidos. La cabeza de un gato asomaba afuera de un costal amarrado con un alambre para que no pudiera liberarse. Yo le insistí a ella que lo dejará ahí, que por algo lo habían abandonado, pero el animal maullaba más duro y a Paola se le vinieron las lágrimas, el gato tenía un ojo afuera y sangraba mucho. Esa noche amanecimos en la casa del viejo veterinario hasta que el gato se recuperó de la anestesia. Paola lo nombró Bruno, como a su padre, y consideró que la fecha de cumpleaños sería el mismo día que lo encontramos.
Había que comprarle el jabón antipulgas con vitamina E y aroma a coco chanele. Había que tenerle la arena hiperfina, antialérgica y con bloqueador de malos olores. La leche debía ser deslactosada. La arroba del alimento debía ser importada y complementada con atún en agua. El agua debía ser infusión de achote para prevenir cálculos renales. La brocha de cerdas de cola de camello para peinarlo, los pañitos húmedos para limpiarle el culo cuando defecara y la crema Almipro para que no se le irrite. El cortaúñas, la pesa para controlarle el peso. El collar con la placa metálica en alto relieve y en braille con todos los datos, míos, los de ella y los de su papá. El dispositivo de rastreo por si se pierde aunque vivamos en un quinto piso. El baño de fin de semana en la bañera de plástico con agua hervida, el paseo en el guacal después del baño, la cama cuna con tela anti ácaros y espuma anti absorbente, la pijama, la camisa, el saco, el gorrito para dormir y el gorro para el baño. La cuenta en Facebook, el carnet de vacunación, el certificado de la vacuna antirrábica, la póliza de seguro por si se pierde o accidentalmente aruña a alguien, el seguro de salud con asistencia de alta prioridad que incluye ambulancia, primeros auxilios, domicilios y una enfermera; «porque uno nunca sabe» Y «Amor, hoy no puedo pasar por el bebé al salón de belleza, ¿lo puedes recoger tú?» Pero ese sitio lo cierra a las cuatro y estoy trabajando. «No, no importa, sales un ratico y te lo llevas para la oficina. Esta noche te recompenso». Y eso sí «Al niño no se le castra ni se le esteriliza. Antes muerta». Sí, yo quería matar a ese animal.
Traté de negociar la situación y con paciencia empecé a tolerar que Paola se comportara de tal forma con el peludo usurpador. Lo que le hacía falta a esta relación, y sobre todo a Ella, era un hijo, con esa dedicación con que cuidaba al animal, de la misma forma y mejor cuidaría al hijo que le propuse traer a este mundo. Paola aceptó la idea, pero me pidió que me dejara rasurar la entrepierna por ella, y de paso todo el cuerpo, ya que yo lo hacía mal y con mi piel áspera la lastimaba. Yo acepté encantado.  «Le vamos a dar un hermanito a Bruno»,  exclamó Paola. Y desde la misma noche de la propuesta nos pusimos en la labor. Paola quería hacerlo dos y hasta tres veces en la noche. En la mañana, cuando yo venía a almorzar, en los baños de los bares, en los salones de la universidad. A veces llegaba tan cansado que sólo pensaba en dormir, pero Paola se enojaba sino le correspondía en la cama. Las bebidas energizantes y la marihuana ya no causaban efecto en mí. Paola tenía una dieta de comida afrodisiaca, se conseguía revistas y películas porno para mantenerme despierto. En esos dos meses rebajé siete kilos, ya no rendía en la universidad ni en el trabajo. Cuando alcanzábamos el coito Paola se paraba como un resorte de la cama y le abría la puerta al gato para que entrara y se acostara entre nosotros. «Juan, Paola te está acabando», me decía mi madre. Pero ella no quedaba en embarazo, no había ni la menor sospecha. Las pruebas de orina y de sangre daban siempre negativas. Mis regresos al sofá era más por resguardar energías que por el animal insaciable de Paola.
El asunto con la rasurada empezó a ponerse crítico. De las tijeras y las cuchillas pasamos a la depilación en cera, y cuando Paola vio el primer asomo de vello mandó a traer de China una crema especial que luego de ser aplicada la vellosidad caía con tan sólo frotarla, todo iría bien sino fuera por la calvicie prematura que estaba entrando en mi cabeza. Una mañana, en el baño, mientras me cercioraba si mi toalla no tenía rastros del gato miré que en la papelera había bolas de pelo del tamaño de pelotas de golf. Esa mañana Paola había salido temprano a una cita médica y me había dejado una nota en la puerta de la nevera: «Por favor, alimenta a Brunito, estaré afuera todo el día». Y una larga lista de cómo debía alimentarlo ese día, las vitaminas que había que darle, que ropa se ponía para dormir y el directorio de todas las veterinarias que atendían las 24 horas. Lo busqué en la sala y lo vi sentado en la mesa de centro. Estaba más grande, gordo y peludo que desde aquella noche que lo encontramos. Con su lengua se lamía sus enormes bolas. Tenía las orejas puntiagudas, era negro y una larga línea blanca le resaltaba desde la nuca hasta donde empezaba la cola. Pasaba y repasaba su larga lengua por todo el pelaje. Al llegar la noche Paola me envió un mensaje de texto: «Me siento algo indispuesta, me quedaré en casa de mi madre. Por favor peina a Brunito y dale su lechita tibia antes de acostarlo, no lo dejes trasnochar». Recordé que no le había dado de comer en todo el día. Quise volver a dormir en mi cama, así que empaqué al gato en el guacal, pensé en echarlo en el camión de la basura que pasaba en la madrugada o probar si sobrevivía a la caída, pero sólo lo saqué al balcón y cerré la puerta con seguro. Esa noche recobré la propiedad sobre mi cama. Dormí desnudo, comí sobre las cobijas, bebí varias cervezas y vi series de televisión hasta la madrugada. Antes de dormir rasuré la entrepierna por mi cuenta porque cuando volviera Paola le iba a hacer ese hijo que andábamos buscando.
Pero la siguiente noche debí dormir en casa de mis padres. Paola había llegado temprano y había encontrado a Bruno encerrado en el guacal. El animal maullaba de hambre y de frío, se había defecado encima y además había llovido. Paola llamó a la policía de control animal acusándome de maltrato y hasta llegó a gritar en medio de su histeria que yo ya no era nada suyo, que prácticamente lo que yo hacía al quedarme ahí era un allanamiento. Que era poco lo que hacía por el apartamento y la relación. Que estaba tan mal que ni siquiera podía sostener una erección por más de dos minutos. Me trató de poco hombre, de disfuncional y hasta de marica. Que un gato era más hombre que yo con esas huevotas, pero que yo era un huevón que ni para un polvo servía. Me puso una orden de caución por un supuesto maltrato físico y a los tres días me mandó otro mensaje pidiéndome que fuera por mis cosas y que le dejara las llaves del apartamento. En el tapete de la entrada había pelos, en la alfombra, que alguna vez fue blanca, había pelos; pelos en el pasillo, pelos en el comedor, pelos en la habitación, en el tocador, sobre los nocheros, en la sábana blanca, en el lavamanos, en el sanitario, pelos gruesos y negros sobre mi toalla desgarrada. En la papelera había de nuevo otras bolas de pelo, esta vez con sangre. Y algunos empaques destapados de pruebas de embarazo junto a cajas de antibióticos. A salir del baño, ella cargaba con esfuerzo al animal que resaltaba sobre su suéter y cutis blanco.
 A las semanas la madre de Paola me llamó. Angustiada me relató que Paola estaba hospitalizada en estado crítico por un choque séptico. En el hospital, la médico me bombardeó con preguntas que apuntaban al fetichismo, la zoofilia y hasta el maltrato. Me tocó negar que Paola y yo viviéramos con Bruno. Me pidieron que explicara los arañazos, y yo respondí que cuando Paola y yo teníamos relaciones éramos algo bruscos y acudíamos a tratos fuertes para excitarnos más. Lo que también explicaba las mordidas en la nuca y que le faltara un mechón de pelo. «Voy a matar al puto gato»,  pensaba. «Esto tiene que ser culpa de ese animal que sólo vino a cagarla». Mientras el doctor terminaba de darme el diagnóstico observaba el cuerpo entubado de Paola bajo la manta. Tenía tan inflamado el vientre en la zona baja que parecía que tuviera tres meses de embarazo. Una de las enfermeras sostenía una especie de bandeja y el médico me describió el contenido.
— Estas son bolas de pelo…, pelo humano.
— ¿Pelos…? — No supe que inventar en ese momento.
—…estaban atoradas en el útero de la paciente. —A simple vista se observaba que estaban compactadas por sangre y semen seco.
— No son míos, doctor. — Me sentía como una rata explorando por primera vez un laberinto mientras los ojos de los que estaba en cuidados intensivos rodaban sobre mi piel sin rastro de vello alguno y mi escaso cabello.
— No, joven, esto es suyo. Eso fue lo que dijo Paola antes de caer en coma.
               Salí en búsqueda del maldito gato. Estaba seguro que los encontraría en el apartamento de Paola. Aún conservaba una copia de la puerta principal. Adentro, el viento que entraba por la ventana movía, de un lado a otro, pequeñas bolas de pelaje que terminaban deshaciéndose debajo de los muebles manchados y los sillones rasguñados. En el baño la papelera estaba repleta de cabello humano a rebosar; cabello mío. Hice un barrido por toda la sala, apenas me percataba que en el aire se sentía un vaho a orines y excremento, pero no de gato, sino de humano. En el piso de la cocina encontré platos, aún con rastros de comida. Un olor a vinagre provenía del lavavajillas. En el fregadero se amontonaban pelos que el agua no había podido llevarse. En la habitación lo encontré, dormido en el centro de la cama, no se inmutó cuando entré. El aire que se concentraba en aquel lugar daba escozor en la nariz. No recordaba a aquel animal tan grande, su tamaño podía equipararse con la de un joven tigre dormido. Pelo más negro, raya más ancha, orejas más puntudas, bigotes más largos, pelaje más espeso, testículos muy hinchados. Pero lo que más me atemorizaba era aquella cicatriz que le atravesaba el lado derecho de la cara, una cicatriz que parecía navegar más dentro de mí que su postura de faro ciclópeo.  
                En uno de los compartimientos del fregadero encontré veneno para ratas, lo mezclé con la leche deslactosada en uno de los platos que yacía en el piso. Lo llevé hasta la cama y lo puse cerca. Luego cerré la puerta y me senté a esperar en uno de los sillones. Desperté después de dos horas de sueño. Empezaba a anochecer y el maldito gato continuaba ahí adentro. Vacié uno de los bultos de alimento importado en la cocina, pensaba meter el cuerpo en él para después deshacerme del bulto más tarde. Abrí la puerta muy despacio y encendí la luz, me puse en posición de atacar, pero no hubo necesidad, el animal continuaba dormido. Apenas puse el costal en el piso, bostezó y se incorporó, su ojo amarillo quedó a la altura de mi cintura. Me miró fijamente, luego miró la bolsa, bajó de la cama y se introdujo en ella. Con uno de los cordones de las cortinas amarré la boca de la bolsa. Apenas me percataba que no había probado la leche.
Caminé hasta el parque donde aquella noche lo habíamos encontrado. Arrastré el bulto hasta el pie de un viejo samán, el animal nunca soltó un maullido, ni siquiera un ronroneo. Aflojé un poco el cordón para que el animal no se asfixiara, cuando sacó la cabeza un hilo de sangre salía de su cicatriz que parecía reciente. Hui, no pude esperar a que el animal intentara liberarse. Volteé a mirar por última vez y en medio de la noche sólo una llama amarilla se iba apagando mientras me alejaba. Una vez, sobre la acera de la calle, vi a una parejita de enamorados que venía en sentido contrario; a los pocos metros de cruzarnos oí el primer maúllo, más que un maullido era un quejido, un quejido de soledad, un quejido huérfano y en celo.     





lunes, 28 de octubre de 2019

"El cráneo de la mariposa", poema publicado en la revista virtual El Zarzo, 2015.



El cráneo de la mariposa


Pende de la rama un ángel de ébano
Con el arte perdido en las alas quebradas
Pende un rostro caído en el color de las lanzas
Cuelga un corazón constelado del cielo
Cantos de arena cercenan la garganta.

Ojos nocturnos en lo alto se vuelcan
Piel tejida de héroe sobre yugos de lira
Regresa a envolver el cuerpo perforado
El asesino viste de púas y arietes
En ritual agudo a tu cabeza mira
No regreses más, no regreses.

En previas noches al cristal recogiste los pasos
Pintaste tu seda en buen augurio para el labriego
Desbordaste sobre las calles la boca llena de polvo
Ápices de néctar en los días florecieron
Había en tu lengua, tu lengua de copa larga
Uvas secas para el hambre del corvo negro.

Aureolas largas como cuellos de cuernos
En la oquedad del hueso acunaron los arrullos
Aleteos de rebaños cantaron al largo sueño
Acunaron en notas al capullo.

No vengas a mi especie
No equivoques el rumbo
Me desangraría si tus cuernas cortasen
Maldito de mí, nectario verdugo.

Mis raíces antiguas no sabrían regresar
Lo olvidaría todo, tu nombre de diosa
Tu condición de huérfana mortal
No sabría del nudo donde nacen al viento los nervios
Ninguna ala de buey sabría al polen labrar.

Tranquila Monarca, pastea las brisas
Ojos serenos vuelan al tacto
Ninguna espina a tu lomo acecha
Los campos de ninfas los guarda el astado
Rojas gigantes el pecho le alivian.

Cuando la puerta del sol ofrezca el fin
Ofrece tú la rama de los colgados
La pared despintada de cabezas huecas
Y el dintel de los garfios derrotados.

En el cuero vivo siembra tus alas silenciosas
La cabeza hallará el cuerpo
Galopa el aire que amas…
Toro-mariposa.


"Paz y Amor Vanessa B", poema publicado en el número 8 de la revista Lexikalia, de la Universidad del Valle.




Paz y Amor Vanessa B

¿Recuerdas Vanessa nuestros juegos a la tienda?
¿Recuerdas nuestros planes de campaña en tu cama?
¿Recuerdas las sábanas izadas en tu guerra
y los cuadros rojos de tu falda?
De tus labios de uva dabas de beber al herido.
Yo sorbía tus lágrimas caídas
y me curabas con vino desabrido.
Me pintabas heridas profundas
cuando partías a lejanas tierras.

Más allá de los abrazos
recuerdo tus marcas nacidas,
hoyuelos de venus en tu cintura,
mausoleos de mis dedos fríos.
Mis bípedos gestos de explorador
alunizaban sobre la mancha de tu barriga.
Tus rizos estirados como serpentinas
me mordían los dedos y las mejillas.
Tus rizos cortados entre un libro de mapas viejos
me daban la despedida.

¿Acaso no te han contado?
Hay un fantasma parecido a ti,
está en la foto que aún conservo,
ahí despeino tus rizos,
beso tus labios y mi sed sigue viva.
Le pinté un lunar a tu cara
porque el otro no lo encuentro,
he descubierto una cicatriz en tu ceja
y adivino la ubicación de tus marcas.

Hacia la gente mi índice y mi corazón
se extienden por saludo y por despedida,
una V muda abre de tajo mi mano,
le recordaba al mundo tu ausencia,
pero el mundo no lo sabía.

He pasado meses barriendo mi templo olvidando tú huida.

Ahora gozo de insomnio,
mantengo una lámpara encendida,
visto de sábanas violetas las mesas y las sillas
para ahuyentar a los fantasmas.

 Ahora espero un milagro
o un mensaje divino,
que vuelvas o te desvanezcas,
que llore el vino de tus ojos maduros
o embriagarme otra vez contigo.

"El olivo de los retoños" Poema ganador en el IV Concurso internacional “Mil poemas por la paz de Colombia”. Año 2015




El olivo de los retoños

Entre cuerpos de olivos yo vi
a cuatro artesanos de manos pequeñas
que jugaban con las costillas de los ríos
y de las aguas salvaban brazos de madera.

La casa de dos mares era un palafito de huesos,
piedras blancas llenaban la extraída sonrisa.
Yo los vi, labraban lo hondo del tronco
para los cantos de nidos en el pecho,
para las piernas de palmeras en las orillas.

Yo vi las manos pequeñas de retoño,
oleaban las raíces para la savia bermeja.
El olivo intentaba los blancos cóndores
y las ramas parían con libertad las semillas.

Yo los vi bajo la franja azul,
el cuarto tornó el cuello de vinajera
y la voz provino de una llaga abierta.
Las cuencas dieron frutos sin astillas.

Cuatro niños, mal contados,
reconstruían el mapa del hombre;
así el hombre fuera el desalmado
y a la sien apuntaran sus oraciones.

Todos tenían un agujero en la inocencia…
También la Patria,
también la conciencia.


sábado, 26 de octubre de 2019

Presentación del poeta Juan Manuel Roca en el marco del programa Viernes de Letras de la Universidad del Valle


La oportunidad de nacer a tiempo con Juan Manuel Roca
Dedicado a Nadie

Robert Creeley, —dice Juan Manuel Roca— a quien no conocí en el verano de 2003, solía decir que ser escritor es viajar liviano de equipaje, que hasta las gentes de un medio puritano como el suyo envidian que las palabras sean algo que podemos llevar fuera de casa,(…). El asunto, más allá del material de la alforja, la valija o el baúl, es qué palabras guardar en ella a la hora del viaje.

Así inicia el texto Poética con maletas, del libro Asedios a la palabra. En esta noche la primera imagen con la que deseo terminar este texto es con la presentación de su epitafio personal: No estoy para Nadie. Así, en sus muchas páginas, está atrapada la imagen del tiempo: sus avances posibles y sus certeras regresiones. Por eso, la prosa que da vida a sus versos ha construido un propio lenguaje como un signo. Un código que define varias facetas de su vida. Una vida escrita en el código Rocavulario. Es decir, en el arte del tiempo. En la obra consumada de su sabia vejez siempre habrá una obra nueva de sabiduría joven. Leer a Juan Manuel Roca es observar dentro de la maleta de su viaje y descubrir los artilugios más preciados que usa el viajero para de-construir su peregrinaje. El tiempo del escritor bebe de aquellas lejanías que han clausurado su visa a todos los apátridas de los países que no ha visitado. En un cruce de aduanas regresa hasta nosotros y suenan los timbres del escritor Luis Vidales, su tío materno y el inxiliado más cercano. De la misma manera como mira su itinerario ha mirado de frente al anarquismo, porque, según afirma él “siempre es más importante el viento que la bandera”.

Cada uno de sus versos es una huella antes de poner el primer paso. Una vida contenida en fechas que empieza a recoger su alma en un epílogo antes que el primer capítulo, en un punto final antes que la capital letra: En el 2016 publica: Silabario. Le antecede en el 2013: Tres caras de la luna. En el 2012: Pasaporte del apátrida. En el 2009: Biblia de pobres. En el 2005: La hipótesis de Nadie. En el 2003: Un violín para Chagal. En el 2002: Teatro de sombras con César Vallejo. En el 95: La farmacia del ángel.  Hasta llegar a su primera huella literaria en el 73: Memorias del agua. Juan Manuel Roca también es una vida contenida en reconocimientos, premios antes del primer trofeo, celebración antes del homenaje. En el 2009 recibe el Premio Casa de América de Poesía Americana. Le antecede en el 2007: Premio Casas de las Américas de Poesía José Lezama Lima. En el mismo año: Premio Poetas del Mundo Latino. En el 2004: Premio Nacional de Poesía Ministerio de Cultura. Hasta llegar a su tardío Premio Nacional de Poesía Eduardo Cote Lemus, en el 75.

En su prosa todo parece regresar y repetirse como en un Monólogo de relojero:

Vivo en un pálpito del tiempo. /De niño odié el monocorde sonido del tiempo en casa de mi padre, /la coral de sus relojes de pared/repitiendo la misma tonada.

Ah, pero aquí radica la importancia de su letra, porque “ningún ladrón es más hábil que el olvido”, olvidar el futuro porque aquello ya está en el pasado, ya pasó, y es posible que se repita. El Poeta nos enseña que de la poesía no se puede vivir, pero no se puede vivir sin poesía, además que es una forma de andar por el mundo. Pocos son los poetas que pueden inocular en el imaginario colectivo un poema que atraviese la historia de un país cruzado de tantas violencias: Nunca fui a la guerra, ni falta que me hace, / Porque de niño/ Siempre pregunté cómo ir a la guerra/ y una enfermera bella como un albatros/ (…)/gritó con graznido de ave sin mirarme: / ya estás en ella, muchacho, ya estás en ella. La poesía, entonces, es una forma de resistencia.

Así, el viajero en el tiempo de la pesada valija nos dice de nuevo en su Monólogo de relojero:

Ahora amo el repique del reloj, /el campaneo de mis horas. /En cada una de ellas crece el ayer, del que estoy habitado.

Antes de laborar en la Casa de Poesía Silva y El Espectador trabajó como estatua de sal mirando al futuro. Perdió todos los sombreros en jardines, bares y aeropuertos. Pero uno de ellos lo usó como firma en el único cuadro que no ha pintado. Venció el miedo a ser padre, al igual que venció el miedo a la lejanía a medida que nos fue acercando a su obra. Y así venció el miedo a la vejez a medida que la ha ido perdiendo: Regresó a la casa materna y pegó las páginas arrancadas a los libros de su padre. Borró de todas sus hojas, verso a verso, su existencia contenida en los libros, título a título fue alivianando la valija de la vida. Arrancó todos los Poemas Humanos, de Cesar Vallejo y revertió la lectura en La Metamorfosis, de Kafka. Desaprendió al escribir, desaprendió al leer como un destino. Antes de cerrar la puerta nos dejó un mensaje en su entrada, como su primera voluntad: “No me gusta la palabra nostalgia”.

A todas estas — sueña el poeta— de regreso a mi ciudad, no deja de perturbarme la imagen de una valija que gira solitaria, una y otra vez, en la banda de equipajes. A lo mejor guarde la palabra perdida, la llave para descubrir el reino del silencio.

En diciembre de 1946 la poesía camina todas las calles que parecen repartirse como una espina de pescado hacia la rural Medellín. Un bolero en regresión, por las esquinas del viejo Teusaquillo y el barrio La Floresta, celebra un nuevo nacimiento: Hola soledad, no me extraña tu presencia…y bienvenido sea El Poeta, bienvenido Juan Manuel Roca, así suena el mundo y ahora te escuchamos.

Muchas gracias.







Presentación del poeta caleño Humberto Jarrín en el marco del programa Viernes de Letras de la Universidad del Valle.


El viaje del Poeta Humberto Jarrín
Por Saúl Antonio Munévar


«Hace mucho rato que vengo corriendo y ya comienzo a fatigarme. Poca distancia he ganado sobre mis perseguidores; ellos han seguido tras de mí como perros de fino olfato. Me pregunto cómo los entrenarán. Ya he cruzado muchas esquinas buscando rincones oscuros por donde escabullirme, pero esta luna llena no está de parte mía. Su chorro de luz es un farol inmenso que me sigue implacable.»

Así inicia su primer viaje, que bien puede ser el comienzo de un relato o de un poema en prosa, constituye uno de los primeros textos del escritor caleño Humberto, el de apellido extraño, como afirma él en una de sus tantas entrevistas. Se titula El lugar oscuro, desde el que escribe o desde el que se alimenta. Su compromiso es con la poesía, pero no deja de lado el cuento, el minicuento, el ensayo, el teatro; además de ejercer como profesor, investigador y padre. Pero su pluma corre y no se fatiga, no parece ser su mano vital la que escriba un nuevo poema sino la continuidad de la renovación de la voz. Poca es la distancia que hay entre las distintas publicaciones y los premios merecidos, aunque, como dice él, el tiempo es relativo como la muerte. Y su pluma conoce a Newton, pero se resiste a caer. ¿Cómo entrenará para incursionar en tantos periplos de concursos, géneros, temas, oficios y nuevos proyectos a la vez? ¿Cuántos son sus perseguidores? La luz de la literatura definitivamente lo persigue, aunque desde la oscuridad encuentre la materia prima, siempre es la luz quien ve su trabajo. Su obra es un farol inmenso que nos persigue implacable, aunque Heráclito no habló de la luz.

He aquí un ejemplo de ubicuidad creativa: Su primer libro de poemas lo tituló Herramientas de trabajo, en 1982, joven publicación a poca distancia de su fecha de nacimiento en el 57, época convulsa en Colombia. Las inquietudes políticas también militaron con el poeta de ese entonces. Cuatro Narradores en 1984, libro donde aparecen dos de sus primeros relatos. En este mismo año recibe una Mención de Honor en el Concurso Nacional de Poesía ICFES. En 1988 publica Líneas de Alfanje. Y en cada década se aproximan más las obras y los reconocimientos hasta que el espacio que separa lo uno de lo otro es cada vez menor. Contrario a la expansión del universo, uno de sus temas, su universo literario se encoge en tiempo dejando largos espacios ocupados por la creación. El perseguidor ahora es perseguido.

¿Y sus palabras?, muchas son de carne, no de aire, en El Péndulo de Sangre, obra donde ha logrado derrotar en batalla y así lo atestigua su poema La hoja en blanco, blanco como el miedo al vértigo, como un monstruo industrial que come tiempo y traga tinta. En esta parte del viaje aparecen piedras iluminadas, hombres extraviados, espejos y simulacros, la arena experimentada hasta la clausura con el poema final: «Soportarse a solas por otros siglos / pues hay secretos/ que solo / — y a regañadientes—/ compartimos con nosotros mismos.»

En El rumor de los seres, el poeta exhorta al lector a cuestionarse, ¿o a detenerse?, sobre temas como el tiempo, el viento, la muerte, la sombra, la oscuridad entregada en gatos negros, los fantasmas, la rana de Basho, y en el último haikú Albert Einstein le responde, y nos responde, que todo es relativo. En este pasaje de cortos pasos, pero gran distancia, el viaje es a bordo de sí mismo: «Hablo conmigo/ lo mal que nos llevamos, / único tema.» Pero al final, como Platón, concibe la idea de que vive afuera.

De otras vidas y Humano, dos poemarios en un mismo libro. En el primero aparecen las fuentes de las que bebe, o mejor, se embebe el poeta: Ulises, Heráclito, Polifemo, Tales de Mileto, Don Quijote, Einstein, Van Gogh, Borges, entre otros. Y sucede como en el fragmento del principio, el primer poema empieza: «Dejarlo todo / Olvidar que un día partí / clavar los viajes en la Rosa de los Vientos / quemar las cartas de navegación…» Y en el segundo poemario, el poema Señora de los Solos, nos relata el siguiente final: «Como un billete que ha escapado/ de los bolsillos del ahogado, / mordiendo en la memoria/ mis números/ mis llaves/ mis horarios y calendarios, / todo aquello que delata los sitios en que vago/ por si decide volverme a buscar.»

En El lugar oscuro termina así su viaje, como el preludio de una continuación:

«Y en el momento en que colocan la lápida que tiene mi nombre en rústicas letras, se hace una luz, no muy intensa, que sin embargo me lastima los ojos, y veo ante mí, parado en la pequeña puerta abierta, al profesor que me dice seca y duramente: “Levántate, es hora ya de regresar a casa”».

Humberto Jarrín son tres en una misma odisea: El que parte, el cronista y el que regresa, perdón, quise decir cuatro, el que despierta. Escuchemos, pues, al Poeta que acaba de entrar a esta casa.




Humberto Jarrín. Cas(z)a de Letras programa (50)