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2015 |
martes, 5 de noviembre de 2019
Primer cuento publicado en la revista número 83 de EL CLAVO. (02/05/2015)
La Caída del Pez Dragón
—Nunca vayas hacia
la luz —le advirtieron al joven Koi —, arriba todo está desolado; los últimos caminantes
se apresaron unos a otros con sus propias trampas.
—Desde hace años nada
ni nadie se asoma a la luz —agregó el más viejo del grupo.
El joven espinado
sabía sobre esas advertencias mucho antes que alguien se las dictara. También
sabía que las vanas precauciones de los viejos eran el resultado de grandes
lagunas entre toda la manada; los escasos recuerdos habían pasado de boca en
boca hasta volverse imágenes viejas y agrietadas. Koi no era tan joven como para
perder la memoria propia, ni lo suficiente viejo para enfermase de una memoria
vieja. Él era un almacén de ideas y hechos aún puros; ideas con las que todos
los seres nacen y las pierden con el fluir de la experiencia. Por inherencia
sabía sobre el mito de aquel ancestro que una vez salió del agua y apagó el
fuego sagrado de los dioses, entonces fue condenado a vestirse de colores y a
habitar las aguas estancadas. Conocía las disputas por los yacimientos del
omega contra los caminantes de la tierra que acabaron con muchos de los reservorios
de acontecimientos pasados.
A veces Koi
adoptaba la postura vertical para desplazarse en las paredes rocosas; intentaba
alcanzar las sombras dípteras que muy rápido pasaban sobre él. Las barbas y
aletas eran cada vez más largas y fuertes. Quería ver a los caminantes de
arriba y qué sucedía con la luz prohibida. Había un puñado de adultos que —según
se decía— habían estado arriba y habían logrado regresar. Nadaban siempre en
fila circular, tenían los ojos blanquecinos y miraban siempre apuntando a lo
alto. Cuando sintieron la cercanía de Koi se detuvieron.
—Hola ¿quién eres?
—dijo alguno. Antes que Koi respondiera, la pregunta fue pasando de uno en uno
hasta acabarse:
—hola ¿quién...?
—hola…
— ho…
Después callaron.
El joven pez guardó silencio.
« ¿De dónde vienen
los hechos que no se han vivido?, ¿hasta dónde hay que perseguirlos para que pasen?
», se dijo él. La nostalgia le brotó de golpe en la piel, y el golpe fue tan
duro que le dejó un lunar rojo de sol naciente sobre la cabeza. La nostalgia era
el motor de su determinación. Tenía que
ir hacia la luz. Sus agallas se fortalecieron y se echó al andar. El camino fue
una aclaración de tonos celestes y verdes. A medida que se acercaba a la cima, esta
se ensanchaba como una enorme boca.
Dando botes se
encontró sobre un banco de arena que le abrasó la piel; experimentó la luz del sol.
Los rebotes le hicieron olvidar todo para recordar que era un simple pez, y
nada más que eso. Un anciano de bigotes largos, que seguía unas huellas bordeadas
sobre el islote, encontró al moribundo. Por mero impulso lo alzó por la cola, abrió
la boca desdentada y lo soltó dentro de su garganta. Miró los días, miró las huellas
y sus pies; después de años, fue otra vez consiente de por qué seguían allí.
Asomó al agua y reconoció aquel rostro centenario. Había perdido el olvido para
recuperar la memoria; el primer recuerdo que le vino a la cabeza era que debía
haber regresado al agua hace mucho tiempo.
https://elclavo.com/impreso/la-caida-del-pez-dragon-historia-acuatica/
https://elclavo.com/impreso/la-caida-del-pez-dragon-historia-acuatica/
domingo, 3 de noviembre de 2019
Crónica publicada en la revista Lexikalia de la Escuela de Estudios Literarios de la Universidad del Valle
El
padre de “Ércules”
Crónica
por Saúl Antonio Munévar
La
casa de Tiberio Ossa está al margen izquierdo de la calle más antigua del
barrio. Las paredes son de tabla, las columnas y marcos son de madera, y un
techo oxidado de zinc evoca un tiempo pasado y mejor. Adentro, la casa ya no es
casa, se convierte en un taller; en el taller industrial de don Tiberio. Tras
las máquinas que reemplazan a los muebles hay otros espacios que pueden leerse
y que avisan del asomo de la soledad y la vejez. Las puertas y ventanas son
completadas con mallas que alguna vez pertenecieron a una nevera o un catre
metálico; crean la suficiente privacidad para que la luz cómplice, las miradas
y los saludos no se queden afuera. El piso del taller está en tierra apisonada
y sobre este yace el caos que organiza tornillos, tuercas, arandelas, trozos de
cables, virutas de hierro, balines y toda sobra huérfana producida por un
corte, una perforación o un aguzado. Pero a esta hora de la tarde el silencio
impera, las máquinas están calladas, una guitarra en pausa yace colgada en la
pared. No suena un radio ni un televisor, la voz del locutor está ausente, me
recibe parado al lado de uno de sus hijos de acero, viste una camisa azul
aguamarina manchada de grasa, un pantalón percudido y unas botas de obrero. El
encargo que vengo a solicitarle hoy sólo requiere de su herramienta de acento
particular y elocuencia innata. En la entrada hay una enorme masa de martillo y
un largo mango metálico articulado a un grueso arco con una válvula. Sobre el
piso un yunque pesa a la vista, toda la máquina ha sido pintada de color
naranja. Sobre la base del armazón está el corazón que mueve todo, un motor que
perteneció a otro cuerpo y fue modificado para poder funcionar en su nuevo esqueleto.
En el yunque, con marcador azul y letras gruesas dice el nombre acompañado del
dibujo de un brazo, similar al que aparece en los emoticones. Con mudez y ruido
contenido saluda al que llega: “Ércules”.
***
Yo
nací en Zelandia, Dagua, el dos de septiembre de 1960. Estudié hasta tercero de
primaria, nada más, en dos escuelas que quedan aquí en la parte alta que eran
Antonio Ricaurte y Santa Lucía. Y a la edad de ocho o nueve yo estaba
enfrentado a la universidad de la vida. A esa edad me tocaba trabajar para lo
mío. En aquellos años eso era mucho estudio para uno. Los padres de ese
entonces eran muy concentrados a sus fincas, a sus trabajos, y a uno lo tenían
por allá como por si quería o por si no. Y con tal de que se aprendiera a medio
a leer o a escribir ya con eso era basta. Por lo tanto uno tenía que abrirse de
los papás a muy temprana edad para buscar su propio porvenir. El equivalente de
un tercero de primaria hoy en día es un bachillerato: Llegaba uno, a las siete
de la mañana estaba en el patio. Siempre rezando el Padre Nuestro e
inclinándose ante la imagen de la Virgen porque católicos eran aquellos tiempos
más no se conocía el protestantismo. Entrabamos a las ocho de la mañana a las
aulas, a las once y media salíamos, a la una y media en el patio nuevamente, a
las dos de la tarde de nuevo dentro de las aulas, a las seis de la tarde la salida.
Y a hacer tareas hasta las once o doce de la noche y madrugar a las cuatro de
la mañana a memorizar cantidades de páginas. Y el día sábado hasta medio día se
estudiaba y el domingo a las siete de la mañana estar todos en fila en frente
de la escuela con camisa blanca, pantalón negro y los zapatos lustrados para la
santa misa.
Mi
papá, a mi madre no la conocí, era mecánico, constructor, carpintero,
agricultor, carnicero, pintor. Era oriundo de Medellín. Mi mamá de Jardín,
Antioquia. Mi abuela también. Y tenemos una chispa de familia, porque los
apellidos se les colocaban a las personas de donde venían, la mamá de mi papá,
ella fue criada en Jardín, Antioquia, pero ella pertenecía a Arabia Saudita, de
los desplazados árabes. Ella era Araque porque era descendiente de Arabia. Mi
papá contaba que hubo un tiempo una violencia tan horrible en Medellín que
tuvieron que salir dejando fincas llenas de ganado, tiendas, compras de café.
Salir por cafetera, huyendo, por política, no era más. Nosotros éramos
liberales y entonces el Partido Conservador andaba matando. Por lo tanto yo
nací acá en el Valle.
***
A
sus 56 años don Tiberio no recuerda las fechas exactas. Pero suele ser muy
minucioso con cada anécdota y hecho importante de su vida. Rememora que en el año
de 1974 fundó la primera emisora que hubo en Dagua: La Voz del Río Dagua, la grande en sintonía en A.M., la cual
alcanzó a escucharse en varios municipios del Valle del Cauca. El sólo la hizo
y la montó a trabajar durante casi un año, pero por no tener licencia el
Ministerio de Comunicaciones la sacó del aire. Pudo haber alegado que no era
clandestina como argumentaban, no había otra en ese entonces. Con sus
conocimientos rudimentarios en electrónica hizo y montó otra: Dagua Estéreo, pero por la falta de
apoyo y la carencia de dinero no pudo licenciarla y nuevamente debió salir.
«Yo
me soñé una vez que yo era locutor de una estación de radio, yo lo soñé, eso
fue un sueño para mí, y lo llevé a la realidad. Y sin ser técnico en ninguna de
las materias, ni radio técnico, ni nada de esas cuestiones. Los transmisores y
todo eran fabricados míos totalmente. Con qué yo iba a comprar un transmisor o
algo así. Empíricamente armé un transmisor, que fue con transistores, y luego
lo armé con válvulas, con una antena gigantesca. Y armé el equipo. No existían
las grabadoras, eran tocadiscos en ese entonces, en micrófono y en vivo. Todo
se hacía en vivo, muy poco en in-diferido porque no había cómo grabar. Transmitíamos
la misa en directo desde el cementerio hasta la estación de radio. No teníamos
boqui toqui, no teníamos ningún servicio de aire ni nada, sino por puro cable
hasta llegar a la estación. La hacíamos con un muchacho que hoy en día es
artista de canciones, se llama Jesús Antonio Rincón, él es músico hoy en día de
la música norteña. Con él sufrimos bastante buscando, luchando por ahí,
colocando estaciones de radio por allá en Florida, en una parte y otra. Le
hacíamos por los laditos a todo eso con Oscar Rivas, director de Radio Súper de
Cali. Y transmitíamos a Joe Cruz, de Radio Jamundí. Con Guillermo Becerra[1]
tuvimos un noticiero en una de las estaciones de radio de F.M., de las mías. A
los pocos días nos colocaron una cartica de la alcaldía bajo la puerta de la
estación de radio porque se llamaba Noticiero
El Aguijón, entonces decía: “Noticiero
El Aguijón, chuzando sin compasión a la administración”. Entonces nos tocó salir del aire por ese
lado. Íbamos a hacer unos entrelazamientos de las pequeñas estaciones de radio,
pero en esas ya las demás se licenciaron y ¡Fuera los pequeños!»
***
Antes
que la radio fue al aire. A sus trece años Tiberio bajaba hasta la cancha
municipal donde aterrizaba un helicóptero que cada mes traía mercados de parte
del gobierno para los más necesitados. Su preocupación no era por alcanzar
alguno de los paquetes sino por aquella quimera del aire que le causaba
curiosidad e inquietaba su imaginación. ¿Qué era eso? ¿Cómo funcionaba?, eran
las preguntas que se hacía aquel joven adulto que muy pronto había dejado de
ser un niño. En un descuido del piloto pudo subirse al puesto de mando y activar
el mecanismo que accionaba el batimiento vertical de las palas y a su vez el
rotor de cola. En ese instante Tiberio pudo imaginar el mecanismo básico de
aquel montón de ángulos, varillas, piñones y aspas conectadas a un motor ubicado
en medio de la aeronave.
«Una
ocasión se mató un gringo en una Harley-Davidson,
muy antigua la moto, de las primeras Harley.
El motor se arrancó. Entonces entre un muchacho Fernando y yo nos llevamos el
motor, al muerto se lo llevaron, y esa moto quedó despedazada ahí, nosotros nos
llevamos las partes. Y yo con eso me armé un helicóptero en ese tiempo. Las
cuchillas las hicimos, las aspas, de un material llamado silicio que logramos
conseguir en esa época por allá por los lados de Jamundí, en una fábrica de
helicópteros y avionetas: Coohelicópteros y Avionetas. Por ahí
conseguimos unas aletas de un aparato de esos, y aluminio y madera. Montamos el
motor al centro, le montamos rotor de cola, porque sin el rotor de cola eso no
sirve para nada. Un helicóptero es un molino sino llega a tener el rotor de
cola. Lo armamos y salimos y volamos de acá de la casa paterna del barrio
Ricaurte. Tuvimos que cruzar todo el pueblo, íbamos para Cali. Y sucede que acá
en Consuegra[2] nos despistamos de la carretera,
no había pavimentada en ese tiempo, apenas era la brecha de la carretera. Y una
manguera se nos salió de uno de los tanques de gasolina que era un galón, y
entonces al meter la manguera ya vimos que le entró aire y por supuesto había
que bajarlo. Y en la bajada se le rompieron unas piezas de madera; por lo tanto
no lo pudimos volar de nuevo, ese terminó ahí su ciclo porque no pudimos más
con él. El motor si nos lo trajimos y lo colocamos después como sierra para
cortar madera, se lo adaptamos, pero lo demás se perdió.»
***
No
había podido ser el camino de la radio, pero no era el único camino a seguir.
La calle, que hoy pasa al frente de su casa, fue trazada por él, lo hizo para
poder dejar su vida de nómada y por fin sentar cabeza en un sitio fijo, sitio
que hoy es su casa-taller, pero este nuevo hogar para sus hijos e hijas no
estaría completo sin el líquido vital para vivir. «Yo vivía en el barrio El
Porvenir, tenía una casita y la vendí, y me compré este lote, pero esto era
monte todo. Prácticamente yo no llegué aquí, llegué más arribita. Este lotecito
me costó cincuenta mil pesos para irlo pagando. Usted miraba desde el puente[3] y
todo esto era cabuyera. Y un ranchito de latas de zinc por allá arribita, el único
que había por acá. El camino para subir era del angosto de una tabla. Yo tenía
una camioneta Studd dakar modelo 53,
cuatro estacas, de tonelada y media. Marqué mi lote, y entonces ahora sí, cogí
mi camioneta y me vine desde donde inician estos predios. Por ahí empecé con
unas manilas a amarrar matas de cabuya con la camioneta, pero mi camioneta la
cargué de piedras primero, y ahora si halaba y ¡pum! arrancaba la mata de
cabuya, y luego amarraba la otra. Y me bajaba con la pala y le arreglaba la dentradita. Hasta que llegué lograr con
el carrito al lotecito. Llegamos allá y no hubo agua ni energía, ni nada,
entonces se apareció un tipo, Moisés Ramírez, y sucede que me dijo «¿Qué vamos
a hacer para agua?». Estábamos en esas cuando se nos apareció un abogado de la
noche a la mañana: «Hagamos una reunión». Pero si apenas somos tres, «pero conmigo
cuatro». Bueno, sí, cuatro. Cuando se fue a ir nos dijo: «Mi nombre es Wilson
Reyes». En una próxima reunión la policía se nos cuadró allá abajo y no dentró para acá, se estuvo hasta que se
acabó la reunión. Don Wilson Reyes cogió monte arriba y se fue. Nos consiguió
unos contadores comunitarios, entonces lo que llegaba en el recibo del contador
cogíamos entre cuatro o cinco y lo pagábamos. Cuando una tarde subió un
sargento de la policía, y nos preguntó el nombre y qué hacíamos, y nos dijo: «¿Ustedes
por qué están haciendo reuniones guerrilleras aquí?». ¿Cómo así que reuniones
guerrilleras? Si nosotros somos personas de bien, somos personas decentes. «¿Ustedes
no saben quién es el señor que los está asesorando a ustedes, el abogado que
tienen?». Pues que no. «Es don Wilson Reyes», bueno, y ¿quién es Wilson Reyes?
Pues sucede que Wilson Reyes era una persona del M-19, que nosotros no
conocíamos ni nada, y él era un duro de esa época del movimiento 19 de abril.»
***
Hay
una faceta que pocos recuerdan o conocen: la de profesor implicado. Un
estudiante desaplicado en afán por salir de un apuro académico solicitó su
ayuda. Don Tiberio siempre dispuesto a
ayudar con sus años de experiencia ganados montando radioemisoras
pequeñas y lo aprendido sobre la música acudió al llamado, algo tendría para enseñar.
«Un día de pronto sonó el teléfono de la casa de un vecino y me llamaron: «Vea
don Tiberio, sucede que un profesor de abajo del colegio lo necesita que si
usted puede bajar un momentico». ¿Qué pasó? «No, pues que baje». Y yo bajé,
entonces me dijeron que si yo les podía dar una clasecita de qué eran las ondas
hertzianas o cómo funcionaban las ondas electromagnéticas a través del espacio.
Entonces sí, esa fue una de las clases más bonitas que hubo que fue de radio. Yo
ya estaba metidito en eso pero empíricamente, ya conociendo el reglamento de
los cuadros armónicos de los que son las frecuencias, conocía varias, y por lo
tanto esa fue la tarea que hicimos ese día aquí en el colegio. Las rayitas que
tienes los L.P. se llaman surcos, en el momento en que el cantante está o
arranca la orquesta a tocar, el acetato arranca y es cortado, la aguja va
cortando y va haciendo el surco, cuando se canta o la música el surco no es
totalmente derechito sino que él tiene como unas entraditas; eso son los
impulsos de la música o del eco verbal, de la oración o sea de la canción.»
No
ha sido la primera ni la última vez que ha ayudado a un estudiante. En tiempos
finales del año lectivo son muchos los que recurren a él para que les preste su
imaginación por un momento y los ayude a ser promovidos al grado siguiente con
algunos de los artilugios que el suele inventar y armar en su taller. « Sucede
que ya de hacer tantos experimentos para los colegios: se me acabó, se me acabó
y entonces llega la niña de aquí del vecino y me dice: «¡Ay!,¿y el mío?, ¿qué
experimento me va a hacer? Esto es para entregarlo mañana sino no nos califican».
¿Mija yo ya que puedo hacer? Entonces me dijo: «¿Bueno, entonces, qué voy a
hacer yo?». No, pues vamos a hacer una cosa mija, vaya y me consigue un tarro
de leche, Klim, vacío. Se fue y me lo trajo. Tráigame otro. Dígame una cosa, si
yo cojo un tarro…, pusimos una tabla [inclinada] lo colocamos en esta posición,
si colocamos un tarro aquí y lo lanzamos ¿qué haría el tarro? Por supuesto ¿qué
haría? Bueno, entonces como así era, entonces colocamos el tarro y lo colocamos
aquí y el tarro salió acá. Entonces ahora así: Bueno mija, y si usted lleva un
tarro (lleva este y lo muestra que ese tarro baja) y si yo le entrego un tarro
que suba entonces ¿ganaría usted? Entonces me dijo: «¡Sí!». Y me quedé yo
pensando, ¿entonces cómo lo hago? En menos de diez minutos ya lo tenía. Mire el
tarro que baja; ahora mire el tarro que sube. Yo no encontré más nada que hacer
sino coger un tarro y meterle un alambre grueso por un lado, por donde va la
tapa pa´que la tapa no se dañara, y de ahí amarré un resorte y una pesa. En vez
de bajar va a subir porque hay una pesa y hay un resorte que lo impulsa, pero
todo está adentro del tarro, nadie va a ver la mecánica que tiene. De esa
manera, y se puede hacer a la hora que se dé el experimento: Un tarro que no
baja, un tarro que sube. Entonces había que colocarle un por qué, hacerle la
crítica al tarro. Puede llegar a servir, poner esto al servicio de la humanidad
agregándole algo y otras piezas más, puede llegar a ser un transporte. En todo
caso la muchacha ganó porque fue el mejor: sin pilas, sin baterías, sin más
nada.»
***
Controversiales
o justas pueden ser las razones por las que se evita o se trae un hijo al
mundo. En medio de la necesidad puede traer más necesidad, en medio del amor o la
soledad puede traer más de lo mismo, pero que un hijo venga a suplir una
necesidad de trabajo eso sólo lo podría explicar su progenitor. «Teníamos
muchos problemas porque aquí se aguzan las barras para el ferrocarril y para el
campesino. Aguzar la barra es calentarla por medio de una fragua y estirarla
con una máquina o con un martillo. Entonces sucede que ese trabajo lo había
mucho porque el ferrocarril estaba nutrido en ese entonces y me traían mucho
trabajo. Viendo que no se podía ya, no daba abasto nosotros con martillos en un
yunque machacando el metal para hacer las barras; me inventé un aparato, un
robot llamado “Ércules”. Esa máquina usted va a buscarla a cualesquier parte,
usted no la encuentra en ninguno de los talleres donde hagan barras, barrotes,
palas picas. Me tocó inventarlo, hacerlo, y colocarle un nombre, como todo
tiene su propiedad de colocarle nombre a sus cosas que hace, entonces para mí
él es un “Ércules” porque ese brazote,
imagínese, voliando martillo todo un
día, eso no lo hacía sino “Ércules”. Ese martillo que tiene un peso horrible,
esta máquina para que devuelva ese peso tan duro es una válvula aquí atrás que
es la clave de la máquina; esa máquina sin esa válvula no es nada. Yo traigo
aquí el metal al rojo vivo de la fragua y lo moldeo acá. Puedo trabajar todo el
día, desguazo el metal, simplemente ahí lo moldeo y ya. Ese motor pertenecía a
una máquina cortadora de madera.»
***
Su
nombre es de origen incierto, como el futuro de su taller, pero su significado
y nombre repercuten todavía como ruido, confusión y alboroto. Tiene 56 años, no
tiene pareja actual, «la mujer me dejó hace varios años y me dejó con el último
niño», afirma él. Ninguno de sus hijos quiso seguirle los pasos, la única
persona que le siguió el ritmo por un tiempo fue su hija Yuli Katherine Ossa
que trabajó por varios años con él en el taller, le ayudaba principalmente a
cortar y perforar material y armar arados. Pero ella creció e hizo su hogar.
Tiberio siente nostalgia, pues sabe que su taller, su creación, sus “hijos”, se
acabarán apenas él falte, mientras tanto habla con orgullo y entusiasmo de
ellos. A pesar, el desea que su taller continúe funcionando, que florezca. La
nostalgia se le nota en el rostro, le tiñe el cabello de edad, pues ver sus
máquinas sin funcionar por un día, calladas, sin nada que hacer ni servir, lo
entristecen. Por eso se refugia en sus memorias, en sus libros predilectos,
como los que tratan sobre Henry Ford. Se entretiene en su guitarra, en la
música popular, en los programas de dibujos animados. No pudo inculcarle al
único hijo que vive con él el valor de la creación y el hacer las cosas más por
placer que por dinero. Bajo la ramada
que él mismo construyó hace más de 23 años, se cobija y comparte espacio con la
fragua, la cortadora, los esmeriles, los motortules,
el torno, las perforadoras, la prensa hidráulica, el equipo de soldadura
eléctrica, y con su hijo bien amado “Ércules”, y con todo tipo de máquina o
artefacto que todavía habitan en su imaginación y no están listas para emitir
su primer ruido de compañía o de caída. Tiberio sueña todo el tiempo, y sus
sueños son ondas hertzianas que trascienden más allá de la muerte imaginada,
más allá de lo que pudo volar o no a sus trece años. A la pregunta si le
gustaría que lo sepultaran con saco y corbata, Tiberio responde con su voz
ronca, segura y articulada de un locutor: «A mí me gustaría que me enterraran
auténtico como soy, con el busito o la camisita, para reconocerme donde esté
que sigo siendo el mismo».
jueves, 31 de octubre de 2019
"AC/DC" Intento de homenaje a Andrés Caicedo. Cuento publicado en la revista 3 de Lexikalia, de la Escuela de Estudios Literarios de la Universidad del Valle
AC/DC
“(…) había
un solo túnel,
oscuro y solitario: el mío”
Ernesto
Sábato
Estoy en un cuarto que se encoge, un
cuarto minimalista de superficies lisas y esquinas redondeadas, un cuarto sin
afiches de salsa arrebatada o rock setentero. Estoy sobre una pared embaldosada
de sobres blancos y dos palabras amarillas: ‘‘Para Antonio’’. Tengo estanterías
reventadas por el cine de horror, fotografías envanecidas de personas que no
conozco. Hay celdas vacías para cuentos tan exactos de Poe o Lovecraft y
borradores de Vargas Llosa o Cortázar. Hay cajas con devedés triturados por el
peor cine contemporáneo de vampiros y asesinos en serie. Sólo un casete
sobrevive, de cinta ancha, gruesa y virgen. Hasta ayer, había una ventana aquí
o allí o allá; ahora las paredes golpean fuerte sin dejar moretones. Siento un
dolor, en alguna parte, por donde sea que camino.
— ¿Aló?
— Aló, por favor me pasa a Antonio —habla
una mujer.
— Él está muerto —asiento mi puño con
fuerza.
Espero a Patricia. Tengo que contarle
que anoche la sombra de un ladrón con pelo largo y gafas de marco negro entró a
mi cuarto como un lobo y tomó mis zapatos italianos y mi cinturón de cuero; ahora
camino descalzo con los pantalones a dos manos. Patricia, si supieras de
aquella vez que te esperé mientras contemplaba la estatua de mi apellido y
recorrí todos los parques y plazas del centro buscando una que se pareciera a
mí, pero todas eran imprecisas, sin contenido, sin forma; todas simbolizaban la
libertad y se veían tan solas, con tanto espacio a su alrededor, rodeadas de
ellas mismas, con tanta soledad para ser libres. Espero a Patricia. Confluencia
de vacíos.
Me
insistieron que no me fuera, pero esa es mi única verdad: irme; persisto en mi
convicción del acto de abandono. Pude ocultarme detrás de los lomos por un
tiempo y cuando ya no pude más pasé a
esconderme detrás del lomo de Patricia; ahora estoy sobre el respaldo de una
silla donde la espero. Estoy al dorso de los treinta. Me recuesto sobre mi
espinazo. Siento escozor, pero mi mano no alcanza. No quiero terminar en un
asilo con la próstata en la garganta y tener que pujar para que me salgan las
palabras. Los muertos nunca envejecen, lo dicen los espejos.
Espero a Patricia. Camino por las
calles libres que no alcanzan para todos. Camino bajo los árboles de mango que
no dan la misma sombra. Pasa un bus con nombre de túnel. Me encuentro con
alguien más joven que yo; sin miedo me saluda y me aprieta la mano.
— Quiubo
vé, qué has hecho.
— Esperando a Patricia —le respondo.
La ciudad tiene las dimensiones de mi
cuarto. Nada es raro. El hombre me mira sin vergüenza, con libertad, con juventud.
No sé qué decirle. Adopto esa forma dura de los poetas del parque y sigo
caminando. Las esquinas tienen esa forma curva que me gusta, donde no se
adivina el cambio de dirección, si ya estás en una calle o en otra, donde no se
referencia un comienzo y un fin. El joven tampoco dice nada. Tiene esa
expresión de quien ha pasado en silencio desde el 77, de quien ya ha dicho todo
y solo atina a esconder su silencio tras el lomo de sus gruesos lentes, su
larga cabellera y su rictus de oreja a oreja. La caminata se alarga hasta la
noche. La estrella de la loma titila; mi acompañante la observa con nostalgia.
La luz sigue viajando. Mi amigo (si lo es) se despide. Apenas caigo en cuenta:
no me fijé en su sombra. Le hago otro nudo a la cinta negra que amarra mis
pantalones. Todavía camino solo.
Me
marcho con mis malas letras. Dejo el árbol que nació antes que yo. Dejo mis
hijos de papel recortados con navaja. Dejo mis malos amigos con sus buenos
recuerdos. Les dejo mi risa con la que me burlé de ustedes y de todos sus
sueños. Los dejo con su dinero y con su monotonía que nunca terminará de rodar.
¿Cuánto hay que pagar para tocar las puertas del cielo?
El ruido de un teléfono me despierta.
Debo continuar la vigilia. Debo esperar a Patricia. La sombra del ladrón
regresó, me dejó aquí sus gafas de marco negro y su cabello; a cambio se cargó
mis libros de arquitectura, mis planos, mis reglas y mis cartas sin remisión. Ojalá
llegue Ella. Aquí las cosas parecen mejorar: las seis paredes de mi cuarto no
duelen ni aprisionan tanto. De vez en cuando se abre una ventanita donde pasan
sombras. Hace poco frío y la luz está por todas partes. A veces me visita un
enorme caracol africano, pero la verdad no es lo que me asusta, lo que me
preocupa son los días sin que Ella venga. Aún no me acostumbro a las sopas
rancias que sirven aquí y que parecen preparadas con cuero italiano. La
ventanita se abre y todo se llena de oscuridad. Un par de ojos me observan y lloran
lágrimas negras como si el río Cali se le desbordara por dentro. De inmediato
reconozco que no es Patricia.
— Antonio, regresá, por favor —dice una voz de megáfono.
— ¿Antonio? ¿Antonio? — pregunto, como
si lo único que quedara de mí fuera pueblo. Me levanto, me lanzo contra ese
rostro de Virgen de la Merced y grito: ‘‘¡Que me llamo Andrés! ¡Andrés!’’.
La ventanita me devuelve de un golpe,
se revienta la cinta de mi cintura y abajo los pantalones.
La
vida pasa deprisa en las ventanas, tan deprisa que nadie o nada se detiene a
esperarte. Pasan rápido tres cruces, pasa un crucificado al viento, pasa un
valle, pasa un río mitológico, pasa Patricia. Nadie recuerda el verdadero sabor
de los mangos, ni la feria del árbol centenario; el cine y la memoria vienen
con fecha de caducidad. La única ventana que se detiene a verte quieto es la
realidad de los espejos. Y yo me largo como el Café de Los Turcos
— ¿Lo vas a hacer entonces? —pregunta
Patricia y yo sonrío—. Es casi un kilómetro de sombras antes que entren los
vehículos —yo vuelvo a sonreír.
El silencio de Patricia todavía me
acompaña. Ojalá recuerde mi risa. Oscurece y me enfrento a una boca de cuatro
carriles. Adentro encuentro la luz.
martes, 29 de octubre de 2019
Cuento publicado en la revista Lexikalia número 7, de la Escuela de Estudios Literarios de la Universidad del Valle
Por Saúl Antonio Munévar
Si
Bruno estaba durmiendo del lado de mi cama yo debía ir a dormir al sofá de la
sala. Igual pasaba si pretendía usar el comedor y Bruno estaba ocupando mi
asiento, debía quedarme con el plato en la mano comiendo de pie mientras veía a
Paola alimentar de su propio servido al animal. Igual pasaba cuando estábamos teniendo
sexo, el gato entraba, se paraba sobre la baranda de la cama a observarnos con
su único ojo. Paola detenía el ritmo, lo tomaba y lo ponía entre nosotros. Mi espalda
sudada quedaba llena de pelos y yo debía ir a buscar solito un clímax al baño. Cuando salía de la bañera y tomaba mi
toalla para secarme me daba cuenta que la toalla también estaba llena de pelos.
Cada vez que veía eso imaginaba que tomaba al felino, lo envolvía en la toalla
y lo metía a la lavadora. Pero un gemido prolongado me regresaba a la realidad
y en la habitación encontraba a Paola satisfecha. ¿Por qué no me avisaste para
terminar juntos?, le reclamaba, pero ella respondía con una cara de complacencia
mientras le acariciaba los bigotes al maldito felis interruptus, «como te fuiste a bañar pensé que no querías
más». Yo lo mato, pensaba.
Desde
hace dos años vivimos juntos, el mismo tiempo que lleva Bruno con nosotros.
Cuando lo encontramos ya no era un cachorro. Paola cumplía dieciocho y ese día
tendríamos sexo por primera vez, yo tenía 19 y llevaba casi un año esperando,
habíamos prometido que ese día fumaríamos marihuana y nos emborracharíamos,
porque su padre, el viejo veterinario, no podría demandarme. Estábamos a punto
de irnos del parque cuando escuchamos los fuertes maullidos. La cabeza de un
gato asomaba afuera de un costal amarrado con un alambre para que no pudiera liberarse.
Yo le insistí a ella que lo dejará ahí, que por algo lo habían abandonado, pero
el animal maullaba más duro y a Paola se le vinieron las lágrimas, el gato
tenía un ojo afuera y sangraba mucho. Esa noche amanecimos en la casa del viejo
veterinario hasta que el gato se recuperó de la anestesia. Paola lo nombró
Bruno, como a su padre, y consideró que la fecha de cumpleaños sería el mismo
día que lo encontramos.
Había
que comprarle el jabón antipulgas con vitamina E y aroma a coco chanele. Había
que tenerle la arena hiperfina, antialérgica y con bloqueador de malos olores.
La leche debía ser deslactosada. La arroba del alimento debía ser importada y complementada
con atún en agua. El agua debía ser infusión de achote para prevenir cálculos
renales. La brocha de cerdas de cola de camello para peinarlo, los pañitos
húmedos para limpiarle el culo cuando defecara y la crema Almipro para que no se le irrite. El cortaúñas, la pesa para
controlarle el peso. El collar con la placa metálica en alto relieve y en
braille con todos los datos, míos, los de ella y los de su papá. El dispositivo
de rastreo por si se pierde aunque vivamos en un quinto piso. El baño de fin de
semana en la bañera de plástico con agua hervida, el paseo en el guacal después
del baño, la cama cuna con tela anti ácaros y espuma anti absorbente, la
pijama, la camisa, el saco, el gorrito para dormir y el gorro para el baño. La
cuenta en Facebook, el carnet de vacunación, el certificado de la vacuna antirrábica,
la póliza de seguro por si se pierde o accidentalmente aruña a alguien, el
seguro de salud con asistencia de alta prioridad que incluye ambulancia,
primeros auxilios, domicilios y una enfermera; «porque uno nunca sabe» Y «Amor,
hoy no puedo pasar por el bebé al salón de belleza, ¿lo puedes recoger tú?»
Pero ese sitio lo cierra a las cuatro y estoy trabajando. «No, no importa,
sales un ratico y te lo llevas para la oficina. Esta noche te recompenso». Y
eso sí «Al niño no se le castra ni se le esteriliza. Antes muerta». Sí, yo quería
matar a ese animal.
Traté
de negociar la situación y con paciencia empecé a tolerar que Paola se
comportara de tal forma con el peludo usurpador. Lo que le hacía falta a esta
relación, y sobre todo a Ella, era un hijo, con esa dedicación con que cuidaba
al animal, de la misma forma y mejor cuidaría al hijo que le propuse traer a
este mundo. Paola aceptó la idea, pero me pidió que me dejara rasurar la
entrepierna por ella, y de paso todo el cuerpo, ya que yo lo hacía mal y con mi
piel áspera la lastimaba. Yo acepté encantado. «Le vamos a dar un hermanito a Bruno», exclamó Paola. Y desde la misma noche de la
propuesta nos pusimos en la labor. Paola quería hacerlo dos y hasta tres veces
en la noche. En la mañana, cuando yo venía a almorzar, en los baños de los
bares, en los salones de la universidad. A veces llegaba tan cansado que sólo
pensaba en dormir, pero Paola se enojaba sino le correspondía en la cama. Las bebidas
energizantes y la marihuana ya no causaban efecto en mí. Paola tenía una dieta
de comida afrodisiaca, se conseguía revistas y películas porno para mantenerme
despierto. En esos dos meses rebajé siete kilos, ya no rendía en la universidad
ni en el trabajo. Cuando alcanzábamos el coito Paola se paraba como un resorte
de la cama y le abría la puerta al gato para que entrara y se acostara entre
nosotros. «Juan, Paola te está acabando», me decía mi madre. Pero ella no
quedaba en embarazo, no había ni la menor sospecha. Las pruebas de orina y de
sangre daban siempre negativas. Mis regresos al sofá era más por resguardar
energías que por el animal insaciable de Paola.
El
asunto con la rasurada empezó a ponerse crítico. De las tijeras y las cuchillas
pasamos a la depilación en cera, y cuando Paola vio el primer asomo de vello
mandó a traer de China una crema especial que luego de ser aplicada la
vellosidad caía con tan sólo frotarla, todo iría bien sino fuera por la
calvicie prematura que estaba entrando en mi cabeza. Una mañana, en el baño,
mientras me cercioraba si mi toalla no tenía rastros del gato miré que en la
papelera había bolas de pelo del tamaño de pelotas de golf. Esa mañana Paola
había salido temprano a una cita médica y me había dejado una nota en la puerta
de la nevera: «Por favor, alimenta a Brunito, estaré afuera todo el día». Y una
larga lista de cómo debía alimentarlo ese día, las vitaminas que había que
darle, que ropa se ponía para dormir y el directorio de todas las veterinarias
que atendían las 24 horas. Lo busqué en la sala y lo vi sentado en la mesa de
centro. Estaba más grande, gordo y peludo que desde aquella noche que lo
encontramos. Con su lengua se lamía sus enormes bolas. Tenía las orejas
puntiagudas, era negro y una larga línea blanca le resaltaba desde la nuca hasta
donde empezaba la cola. Pasaba y repasaba su larga lengua por todo el pelaje. Al
llegar la noche Paola me envió un mensaje de texto: «Me siento algo indispuesta,
me quedaré en casa de mi madre. Por favor peina a Brunito y dale su lechita tibia
antes de acostarlo, no lo dejes trasnochar». Recordé que no le había dado de
comer en todo el día. Quise volver a dormir en mi cama, así que empaqué al gato
en el guacal, pensé en echarlo en el camión de la basura que pasaba en la
madrugada o probar si sobrevivía a la caída, pero sólo lo saqué al balcón y
cerré la puerta con seguro. Esa noche recobré la propiedad sobre mi cama. Dormí
desnudo, comí sobre las cobijas, bebí varias cervezas y vi series de televisión
hasta la madrugada. Antes de dormir rasuré la entrepierna por mi cuenta porque
cuando volviera Paola le iba a hacer ese hijo que andábamos buscando.
Pero
la siguiente noche debí dormir en casa de mis padres. Paola había llegado
temprano y había encontrado a Bruno encerrado en el guacal. El animal maullaba
de hambre y de frío, se había defecado encima y además había llovido. Paola
llamó a la policía de control animal acusándome de maltrato y hasta llegó a
gritar en medio de su histeria que yo ya no era nada suyo, que prácticamente lo
que yo hacía al quedarme ahí era un allanamiento. Que era poco lo que hacía por
el apartamento y la relación. Que estaba tan mal que ni siquiera podía sostener
una erección por más de dos minutos. Me trató de poco hombre, de disfuncional y
hasta de marica. Que un gato era más hombre que yo con esas huevotas, pero que yo era un huevón que
ni para un polvo servía. Me puso una orden de caución por un supuesto maltrato
físico y a los tres días me mandó otro mensaje pidiéndome que fuera por mis
cosas y que le dejara las llaves del apartamento. En el tapete de la entrada
había pelos, en la alfombra, que alguna vez fue blanca, había pelos; pelos en el
pasillo, pelos en el comedor, pelos en la habitación, en el tocador, sobre los
nocheros, en la sábana blanca, en el lavamanos, en el sanitario, pelos gruesos
y negros sobre mi toalla desgarrada. En la papelera había de nuevo otras bolas
de pelo, esta vez con sangre. Y algunos empaques destapados de pruebas de embarazo
junto a cajas de antibióticos. A salir del baño, ella cargaba con esfuerzo al
animal que resaltaba sobre su suéter y cutis blanco.
A las semanas la madre de Paola me llamó.
Angustiada me relató que Paola estaba hospitalizada en estado crítico por un choque
séptico. En el hospital, la médico me bombardeó con preguntas que apuntaban al
fetichismo, la zoofilia y hasta el maltrato. Me tocó negar que Paola y yo
viviéramos con Bruno. Me pidieron que explicara los arañazos, y yo respondí que
cuando Paola y yo teníamos relaciones éramos algo bruscos y acudíamos a tratos
fuertes para excitarnos más. Lo que también explicaba las mordidas en la nuca y
que le faltara un mechón de pelo. «Voy a matar al puto gato», pensaba. «Esto tiene que ser culpa de ese
animal que sólo vino a cagarla». Mientras el doctor terminaba de darme el
diagnóstico observaba el cuerpo entubado de Paola bajo la manta. Tenía tan
inflamado el vientre en la zona baja que parecía que tuviera tres meses de
embarazo. Una de las enfermeras sostenía una especie de bandeja y el médico me
describió el contenido.
— Estas son bolas
de pelo…, pelo humano.
— ¿Pelos…? — No
supe que inventar en ese momento.
—…estaban atoradas
en el útero de la paciente. —A simple vista se observaba que estaban
compactadas por sangre y semen seco.
— No son míos,
doctor. — Me sentía como una rata explorando por primera vez un laberinto
mientras los ojos de los que estaba en cuidados intensivos rodaban sobre mi piel
sin rastro de vello alguno y mi escaso cabello.
— No, joven, esto
es suyo. Eso fue lo que dijo Paola antes de caer en coma.
Salí en búsqueda del maldito
gato. Estaba seguro que los encontraría en el apartamento de Paola. Aún
conservaba una copia de la puerta principal. Adentro, el viento que entraba por
la ventana movía, de un lado a otro, pequeñas bolas de pelaje que terminaban deshaciéndose
debajo de los muebles manchados y los sillones rasguñados. En el baño la
papelera estaba repleta de cabello humano a rebosar; cabello mío. Hice un
barrido por toda la sala, apenas me percataba que en el aire se sentía un vaho
a orines y excremento, pero no de gato, sino de humano. En el piso de la cocina
encontré platos, aún con rastros de comida. Un olor a vinagre provenía del
lavavajillas. En el fregadero se amontonaban pelos que el agua no había podido
llevarse. En la habitación lo encontré, dormido en el centro de la cama, no se
inmutó cuando entré. El aire que se concentraba en aquel lugar daba escozor en
la nariz. No recordaba a aquel animal tan grande, su tamaño podía equipararse
con la de un joven tigre dormido. Pelo más negro, raya más ancha, orejas más
puntudas, bigotes más largos, pelaje más espeso, testículos muy hinchados. Pero
lo que más me atemorizaba era aquella cicatriz que le atravesaba el lado
derecho de la cara, una cicatriz que parecía navegar más dentro de mí que su postura
de faro ciclópeo.
En uno de los compartimientos
del fregadero encontré veneno para ratas, lo mezclé con la leche deslactosada
en uno de los platos que yacía en el piso. Lo llevé hasta la cama y lo puse
cerca. Luego cerré la puerta y me senté a esperar en uno de los sillones. Desperté
después de dos horas de sueño. Empezaba a anochecer y el maldito gato
continuaba ahí adentro. Vacié uno de los bultos de alimento importado en la
cocina, pensaba meter el cuerpo en él para después deshacerme del bulto más
tarde. Abrí la puerta muy despacio y encendí la luz, me puse en posición de
atacar, pero no hubo necesidad, el animal continuaba dormido. Apenas puse el
costal en el piso, bostezó y se incorporó, su ojo amarillo quedó a la altura de
mi cintura. Me miró fijamente, luego miró la bolsa, bajó de la cama y se
introdujo en ella. Con uno de los cordones de las cortinas amarré la boca de la
bolsa. Apenas me percataba que no había probado la leche.
Caminé hasta el parque donde aquella noche lo habíamos
encontrado. Arrastré el bulto hasta el pie de un viejo samán, el animal nunca
soltó un maullido, ni siquiera un ronroneo. Aflojé un poco el cordón para que
el animal no se asfixiara, cuando sacó la cabeza un hilo de sangre salía de su cicatriz
que parecía reciente. Hui, no pude esperar a que el animal intentara liberarse.
Volteé a mirar por última vez y en medio de la noche sólo una llama amarilla se
iba apagando mientras me alejaba. Una vez, sobre la acera de la calle, vi a una
parejita de enamorados que venía en sentido contrario; a los pocos metros de
cruzarnos oí el primer maúllo, más que un maullido era un quejido, un quejido
de soledad, un quejido huérfano y en celo.
![]() |
lunes, 28 de octubre de 2019
"El cráneo de la mariposa", poema publicado en la revista virtual El Zarzo, 2015.
El cráneo de la mariposa
Pende
de la rama un ángel de ébano
Con
el arte perdido en las alas quebradas
Pende
un rostro caído en el color de las lanzas
Cuelga
un corazón constelado del cielo
Cantos
de arena cercenan la garganta.
Ojos
nocturnos en lo alto se vuelcan
Piel
tejida de héroe sobre yugos de lira
Regresa
a envolver el cuerpo perforado
El
asesino viste de púas y arietes
En
ritual agudo a tu cabeza mira
No
regreses más, no regreses.
En
previas noches al cristal recogiste los pasos
Pintaste
tu seda en buen augurio para el labriego
Desbordaste
sobre las calles la boca llena de polvo
Ápices
de néctar en los días florecieron
Había
en tu lengua, tu lengua de copa larga
Uvas
secas para el hambre del corvo negro.
Aureolas
largas como cuellos de cuernos
En
la oquedad del hueso acunaron los arrullos
Aleteos
de rebaños cantaron al largo sueño
Acunaron
en notas al capullo.
No
vengas a mi especie
No
equivoques el rumbo
Me
desangraría si tus cuernas cortasen
Maldito
de mí, nectario verdugo.
Mis
raíces antiguas no sabrían regresar
Lo
olvidaría todo, tu nombre de diosa
Tu
condición de huérfana mortal
No
sabría del nudo donde nacen al viento los nervios
Ninguna
ala de buey sabría al polen labrar.
Tranquila
Monarca, pastea las brisas
Ojos
serenos vuelan al tacto
Ninguna
espina a tu lomo acecha
Los
campos de ninfas los guarda el astado
Rojas
gigantes el pecho le alivian.
Cuando
la puerta del sol ofrezca el fin
Ofrece
tú la rama de los colgados
La
pared despintada de cabezas huecas
Y
el dintel de los garfios derrotados.
En
el cuero vivo siembra tus alas silenciosas
La
cabeza hallará el cuerpo
Galopa
el aire que amas…
Toro-mariposa.
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